Mīš Ḫū

octubre 24, 2024

    Soy un maldito miserable, un niño roto que, en lo más profundo, sabe que solo quiere correr a los brazos de su padre y sentir su cálido amor una vez más. Que su madre le vuelva a dar un beso en la frente mientras le canta dulces amores; que su familia sienta paz y amor hasta la hora de dormir, para que puedan seguir viendo un nuevo amanecer. Solo deseo una familia, solo quiero no volver a sentirme solo nunca más. ¡Maldito el día en que pensé que la carne, la riqueza o el poder me devolverían lo único que no tengo! ¡Maldito el día en que decidí escuchar la voz del hombre y dejar morir en agónico silencio a mi espíritu roto y miserable, que no haya quién lo repare! ¡Maldito el día en que decidí caminar entre los hombres creyéndome más listo que ellos; ¡al final, yo mismo me encaminé a mi desgracia! Tal vez por eso no puedo mirarte con sus ojos, tal vez por eso es inherente en mí odiarte de esa forma. ¿Cómo? Por favor, solo dime, ¿cómo? ¿Qué clase de amor se necesita para amar así a estas criaturas? ¿Cuál es ese corazón tan inocente y puro como para perdonarlos una y otra vez?

No tienes derecho, eso es lo que más me hiere. ¿Cómo no puedes enfadarte al ver cómo usaron tu cuerpo mutilado y destruido como una vulgar efigie, que solo les sirve como chivo expiatorio? ¿Qué derecho tienen a ser perdonados? No importa cuánto se humillen o cuánto les duela. Jamás podrán reparar el dolor y sufrimiento que te causaron. Yo solo quería que les doliera, solo quería que sintieran una mínima fracción del dolor que tú sentiste. Y, aun así, ese bienaventurado corazón de oro no pudo evitar sentir misericordia por sus estúpidas vidas. Odio... Quisiera poder decir que es lo único que he aprendido de ellos, pero incluso yo sé que me estaría mintiendo. Al final, es lo único que he decidido escuchar, porque la parte más miserable y cobarde de mí sabe bien que, incluso en el más humilde, hay ecos de tu corazón dorado y precioso.

Y no tienes idea de cómo me duele recordarte en cada rostro que refleja tu espíritu. Solo intentan parecerse a ti; sus actos son una vulgar imitación de tu amor. Y, aun así, logré amar a una madre, a un padre, a mis hermanos y a aquellos que decidí llamar hermanos. Aun a pesar de todo el maldito odio que decidieron construir, lograron verme desnudo y vulnerable, y decidieron amarme y protegerme del frío inclemente de mi odio. Consiguieron perdonarme y llamarme hijo, amigo y hermano una y otra vez. Entonces, ya no pude volver a hacer oídos sordos a su amor, a sus corazones de oro, que jamás podrán igualar el tuyo, pero no puedo evitar encontrar adorable la dulce y pura inocencia en sus tímidos actos.

No, yo no soy un cobarde, jamás lo fui, y hoy no será el día en que le dé a nadie el privilegio de llamarme así. Por eso, a todo el mundo le digo que han conseguido destruirme, han conseguido lastimarme, han conseguido hacerme llorar con fuerza, como solo un niño lo haría: el más puro y sagrado de los llantos. Ni siquiera yo podía imaginar que no sería el odio, el dolor o la maldad lo que más me haría sufrir, sino el amor; el más puro, inocente, valiente y real. El amor del ser humano, casi tan magnífico como el tuyo.

Por eso, que el cielo, los mares y la tierra sean testigos de mis palabras, pues yo también puedo y tengo derecho a clamar una oración: no se atrevan ni se crean con el derecho de maldecir mi nombre, pues yo, y solo yo, soy el único que debe hacerlo. No maldigan mis acciones, pues yo, y solo yo, soy el único que debe cargar con ese peso. No me odien, pues sus corazones merecen paz y no han de ser atormentados con el odio que yo, y solo yo, me tengo. Maldigo mis oídos sordos, que por tanto tiempo obliteraron el amor y el perdón; maldigo mi incapacidad de aceptar mi inherente humanidad, pues ahora ya no hay forma de perdonarme a mí mismo o a mis acciones. Finalmente, maldigo mis palabras, porque yo mismo me encargué de destruir cualquier valor que estas tenían…

Ahora, no sé qué más me queda. Mis lágrimas están secas, pues incluso mi cuerpo se rindió hace ya mucho tiempo. Al final, el fuego eterno siempre habitó dentro de mí, en mi propio corazón. Aquella llama de determinación que creía que me encaminaba en mi pútrida cruzada jamás fue mi fuerza de voluntad; en realidad, ella había muerto junto contigo hace ya mucho tiempo. Desde el inicio hasta el inevitable final, es y será siempre el castigo eterno que vivirá en mi interior y me recordará todo lo que pude tener y perdí: que no era más que amor, el más puro, valiente y real amor. Un fuego que me consumirá desde adentro, lastimándome por siempre, y será lo único cálido a mi alrededor, ya que, después, inevitablemente, todo se enfriará a mi alrededor por siempre y para siempre.

Dime, ¿acaso un hijo puede buscar el amor de su padre una vez más? Con mi cuerpo vencido y derrotado, clamo en lágrimas y gemidos que me vuelvas a hablar. Nunca pensé que olvidar tu voz sería tan horrible, pero ha pasado tanto que ya ni recuerdo cómo era… Yo te perdono por haberme fallado; por favor, ¿puedes perdonarme y volverme a hablar…? Pero, ¿¡por qué?!, ¿¡por qué no puedo?!, ¿¡por qué no hay nada?! ¿Por qué ya ni siquiera puedo escucharme a mí mismo...?


- José Joaquín Díaz.

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