Cicatrices de la Aurora

septiembre 03, 2024

Aquella noche no fue tranquila. Los gritos y alaridos de una pobre criatura se escuchaban desde la costa hasta la villa donde vivo con mis hijos. Los espantosos chillidos de angustia y dolor no permitieron que mis niños conciliaran el sueño en toda la noche, y como es obvio, tuve que desvelarme manteniéndolos entretenidos para que no se asustaran ni entraran en pánico. Pese a todo, no me enorgullezco en decir con suma honestidad que no tengo ningún remordimiento por el acto tan infantil y grosero que cometí la noche anterior, pues, ¿quién no habría mojado sus pantalones en mi lugar al preguntarse qué demonios ocurría ahí afuera? Los espantosos maullidos de aquel aquelarre hacían parecer inofensivos los gritos de tortura y la posterior ejecución de mi marido, quien fue descubierto durmiendo con la esposa del regidor de la aldea. La misma que fue encontrada colgada y sin vida en la habitación de su hijo recién nacido hace apenas dos días...

Pero ahora que lo pienso, también fue hace exactamente dos días que él apareció. Tal vez la falta de sueño y el agotamiento me hacen imaginar absurdas supersticiones, pero debo ser nuevamente honesta: el ambiente en la villa cambió drásticamente desde su llegada. Era tan obvio y perceptible que ni el anciano más benevolente quiso invitarlo a comer o siquiera abrirle sus puertas. Yo, por mi parte, estaba ofuscada por no conseguir ni la más mínima remuneración económica del estúpido regidor por ejecutar a mi marido. Agotada y llena de ira, no me quedaba más que refugiarme en el consuelo de que al menos uno de los gemelos no era hijo legítimo del bastardo, sino fruto de una aventura que mantuve con un amigo de la infancia, quien fue arrebatado de mi vida con violencia debido a uno de los estallidos de ira de mi marido, alimentados por sus frecuentes borracheras.

Fue entonces cuando mi desvarío se vio abruptamente interrumpido al percatarme de que ese vagabundo me observaba fijamente. Su rostro no manifestaba expresión aparente, sin embargo, en sus ojos podía sentir como si, de alguna forma inexplicable, juzgara mis pensamientos, como si los supiera, como si los leyera... Sin vacilar, y motivada por la intranquilidad del momento, le grité y ordené que desapareciera de mi vista, pero el maldito solo alzó el gesto, me miró con desprecio y me dio la espalda lentamente. ¿Quién diablos se creería ese impertinente al darme la espalda de esa forma y quedarse ahí plantado? Solo quería agarrarlo por los pelos y obligarlo a comer tierra, pero cuando estaba a punto de tomarlo con las manos, tropecé con uno de mis hijos, quien me buscaba preocupado por mi demora. Su repentino llanto me hizo olvidar lo que iba a hacer, pero mayor fue el impacto al percatarme de que mi hijo, de apenas cuatro años, había logrado de alguna forma dar conmigo al otro lado de la aldea. Cuando mis ojos regresaron a ver, él ya se había ido del lugar.

Entonces llegamos a esa noche. El día había sido silencioso, pero estaba lejos de irradiar tranquilidad. Por alguna razón se sentía un pánico abrumador en el ambiente y todo el mundo estaba excesivamente apurado en terminar cualquiera que fuesen sus asuntos para encerrarse en sus casas. Cuando llegó el momento de la puesta de sol, la noche permaneció de un tono anaranjado refulgente y no parecía que se iba a terminar de oscurecer, y, aun así, todo el mundo tenía pánico de salir y nadie se aventuraba a averiguar qué estaba pasando. Pero, gracias a la ubicación de nuestra modesta casa, logré percibir desde la ventana que aquella luz de tonos aceitosos no provenía del cielo, sino de lo profundo del bosque, y era tan intensa que creaba la falsa ilusión de un atardecer eterno.

Horrible y súbito fue el impacto cuando los aullidos de dolor y desesperación hicieron acto de presencia desde las entrañas del bosque, pues no se asemejaban a nada que hubiera escuchado antes, ni humano ni animal. No, esto era diferente; podías sentir cómo se le desgarraba el alma con cada grito, y no había forma de hacer oídos sordos, por más que quisiera no podía ignorar aquel aquelarre, ni tampoco mis hijos. Toda la noche en desvelo rezando porque los gritos cesasen y poder conciliar algo de sueño. No había pausas para tomar aliento; toda la maldita noche fue una cacofonía de balbuceos y quejidos profundos que no llevaban a ningún lado y no hacían sentido. No era una maldición, una queja, desahogo de ira o tortura. Simplemente era dolor puro encarnado, y solo el más alto entre todos nosotros sabe qué miseria habrá compadecido a ese joven para llegar a romperse de una forma que creía incapaz para los humanos, de forma física y mental...

Sin darme cuenta, caí bajo mis propios hombros alrededor de las cinco o seis de la mañana, y cuando recobré el sentido, a lo que parecía ser el mediodía, me di cuenta de que mis hijos yacían prácticamente inconscientes en el suelo. Aún peor, toda la aldea estaba dormida; no había ni un alma trabajando o en la calle. El pueblo había muerto en vida, al menos por unas horas, pues todos despertaron y volvieron en sí al solsticio, pero nadie dijo una palabra. Sin acordar nada, todos hicimos un pacto de silencio sobre lo sucedido y seguimos con nuestras vidas justo donde las habíamos dejado. Y es probable que la falta de sueño y sentido común me hagan imaginar absurdas supersticiones, pero me permitiré ser honesta una vez más cuando digo que el ambiente en la villa cambió drásticamente, de nuevo... De repente, todo el mundo sintió haber perdido un peso de encima, como si nos hubiéramos liberado de una carga pesada y molesta que arrastrábamos desde hace eones. Lo sabías porque todo aquel que volteara a ver a los ojos del prójimo devolvía la misma mirada de vergüenza, arrepentimiento y perdón.

Sin embargo, todavía había un detalle que se les escapaba a todos menos a mí. No tengo ningún remordimiento en admitir el acto tan infantil y grosero por el cual una mujer de mi complexión sucumbió, pues me pudo la curiosidad, y descuidándome completamente de mis hijos -había dejado la puerta de la casa totalmente abierta-, fui sin vacilar a las entrañas de aquel bosque a ver si por lo menos había un rastro de lo sucedido anoche. Y admito que no me sorprendí en lo absoluto cuando vi a ese joven recostado en un suelo calcinado y muerto. Todavía despierto, jadeaba desesperado como si recién tuviera la oportunidad de respirar de nuevo. Pero el espanto y horror se hicieron uno cuando contemplé lo que sostenía entre sus brazos: el hijo recién nacido del regidor de la aldea y su esposa fallecida yacía pálido y sin cuencas en los ojos, pero todavía respiraba. 

—¡Tú! —me gritó aquel chico—. ¡Llévatelo lejos!, que jamás vuelva a contemplar ninguno de los horrores de tu gente, o lo siguiente que perderá será el corazón... Me lo entregó en brazos y, tras ponerse en pie como si nada, el maldito solo alzó el gesto y me dio la espalda para no volver a ser visto jamás.

Hace exactamente dos días que ocurrió y nadie ha vuelto a hablar de aquella noche o de aquel joven que vino y desapareció de la nada. Ahora puedo contemplar lo afortunada que soy al velar por mis tres hijos, pues decidí no abandonar al pequeño sin ojos, y bendiciones han llegado a mi vida, como un empleo estable como asistente del médico local, y teniendo su apoyo y presencia en la crianza, pero sobre todo en la educación de mis pequeños. Sin embargo, parece que soy la única que recuerda a aquel joven de cabello carmesí y ojos verdes. Y el hijo de nuestro señor solo fue dado por desaparecido o un evento de histeria colectiva, pues nadie lo recuerda ni da indicios de su previa existencia. Pero lo más perturbador, sin duda, es que pareciera que soy la única que recuerda todavía qué clase de persona era yo previa a esa noche, cuáles eran mis pecados, quién era en realidad...


Pero cuando tú seas testigo de aquello que el hombre busca desentrañar, no podrás evitar elogiar su estúpida falta de cobardía y sentido común por su obsesión en contemplar horrores más allá de su comprensión…

- José Joaquín Díaz.

 

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