La brecha entre lo presente y lo imposible
julio 17, 2021Su cualidad más grande era su fascinación por
conversar sobre temas que, en muchas ocasiones, sobrepasaban el conocimiento de
otros entendidos. Aunque, si me permiten ser honesto, esas conversaciones
parecían más un intento de monólogo que una plática entre dos personas. Sin
embargo, sus modales, su educación y su comprensión para tratar a los demás
hacían de él un noble.
Las personas que llegaron a conocerlo decían
que, a pesar de tratarse de alguien muy joven, poseía un intelecto y una
capacidad tan extraordinarios que hasta el más instruido podía quedarse atónito
al escuchar sus elocuentes y firmes palabras. Aun así, existía otro gran
porcentaje de gente que, muy disgustada, afirmaba que por muy interesante que
pudiera parecer, no era sino un estrafalario hablando sobre misticismos
ridículos, carentes de sustento científico o coherencia. En repetidas ocasiones
relataba sobre mundos místicos e inimaginables que decía visitar a través de
sus sueños, por algo que solía llamar “la brecha entre lo presente y lo
imposible”.
En algún punto tuve el honor de conocerlo, y
admito que, durante el tiempo que estuvimos dialogando, las horas y los minutos
se contaban como si fueran segundos. En efecto, era alguien muy educado y
elocuente, y algo en su voz te incitaba a quedarte escuchándolo por horas. A
medida que nos fuimos relacionando, nos hicimos íntimos amigos. Me confesó que
tenía tan solo diecinueve años de edad. También llegó a mencionarme que era el
último de su familia, pues no tenía ningún pariente y fue hijo único de una
pareja que lo concibió a una edad muy avanzada. Era de orígenes extranjeros, lo
cual se notaba por su impronunciable apellido: Liechtenstein, y, según él, pertenecía a todo un linaje de
nobles que yacía extinto hoy en día.
Con el tiempo, fue tomando más confianza
conmigo, al punto de no tener ningún reparo en hablarme sobre sus mundos
idílicos, tangibles y corpóreos únicamente en sus sueños. Aquellos sueños me
dejaban confuso, puesto que era la primera vez que conocía a alguien capaz de
narrar con tanto detalle cada momento y situación vivida mientras dormía.
Narraba a un nivel tan vasto que, en ocasiones, me era imposible diferenciar si
estaba escuchando un sueño o una anécdota real. Mencionaba los escenarios más
insólitos y maravillosos, acompañados de criaturas y seres tan fascinantes que
llegaba a envidiarlo por ser tan privilegiado de vivir experiencias tan
dichosas. Incluso me habló de personas cuya fisionomía era tan perfecta y
agraciada, que ni las modelos más aclamadas, ni los actores o actrices más
prestigiosos, podían siquiera igualar tal belleza. Yo solo podía escuchar,
atento y curioso, aquellos sueños que él me contaba como si fuesen memorias.
Un día, le propuse llevarlo donde un amigo mío
que ejercía como pintor. La gente solía acudir a su casa para encargarle
cuadros de excelente calidad. Lo llevé con la intención de que narrara alguno
de sus paisajes lúcidos y hermosos, para así tener la oportunidad de observar
una recreación de aquellos deliciosos escenarios. Tras insistirle un poco,
aceptó, y fuimos un domingo a las dieciocho horas a su casa. Al llegar, después
de las cordialidades, nos pusimos manos a la obra. Fue, sin duda, un proceso
tardío y agotador, a tal punto que tuvimos que pedir posada por lo menos dos
noches. Para hacer valer el esfuerzo, le mencioné a mi amigo que su pago
valdría mucho más de lo que le había ofrecido en un primer momento, subiendo el
costo un ochenta por ciento más. Con ello, su entusiasmo mejoró
considerablemente.
Tras dos eternos días de duro trabajo, la
pintura quedó terminada. Al principio, mi amigo y yo nos quedamos viendo el
cuadro, muy desilusionados, pues no parecía más llamativo que cualquier otro
hallado en una exposición. Era, sin duda, hermoso y de excelente calidad, pero
no resaltaba nada especial. Entonces, el joven Liechtenstein tomó el cuadro
junto con el caballete donde reposaba, mientras yo le pagaba a mi amigo lo
prometido. Cuando estaba por terminar la firma del cheque, una corriente de
viento muy fría atravesó la habitación, seguida de un estruendo enorme. Fuimos
de inmediato a ver qué sucedía y nos percatamos de que el cuadro ahora se
encontraba en un pequeño balcón del segundo piso, en la sala-estudio.
Fue entonces cuando el cuadro dejó de tener un
enfoque bello pero simple, para transformarse en algo completamente
extraordinario y fuera de este mundo. En el cielo de la pintura se alzaba una
luna llena enorme y deslumbrante que iluminaba todo a su alrededor. Su brillo
era tan fuerte que, de alguna manera inexplicable, parecía atravesar el lienzo
por detrás, dejando como resultado una obra maestra.
Nervioso y exaltado por la emoción, comencé a
llamar al joven Liechtenstein por toda la casa sin poder encontrarlo. Cuando me
disponía a revisar la habitación contigua, mi amigo me tomó fuertemente del
brazo y señaló algo en el cuadro que él no había pintado. Al acercarnos y
observar con detenimiento, pudimos contemplar la pequeña silueta de un joven de
espaldas, que se mostraba regocijantemente en paz y felicidad dentro de aquel
idílico paisaje. La luz de la luna brindaba ahora un exquisito placer a la
vista. Tras mirarnos a los ojos por unos segundos, guardamos silencio durante
quince minutos. Y cuando los criados nos aseguraron que en ningún momento
habían visto salir al joven Liechtenstein por ninguna de las puertas, supimos
lo que había ocurrido.
Nadie reportó la misteriosa desaparición del
joven Liechtenstein. La verdad es que los pocos que aún lo recordaban no mostraban
el más mínimo interés en saber qué había sido de él. Decidí quedarme con el
cuadro y colgarlo en el salón principal de mi casa, encima de la chimenea, como
un pobre recuerdo de aquel joven tan subestimado. Pero mucho tiempo después de
lo ocurrido, una noche hubo un apagón en la ciudad. Me encontraba en el salón,
en completa oscuridad. Dejé mi libro a un lado y me levanté para abrir las
cortinas del ventanal y ver qué sucedía en el conjunto donde vivo. Al abrirlas
de golpe, me llevé un gran impacto al ver una enorme y resplandeciente luna,
muy parecida a la de aquella noche. Entonces, por un momento, regresé la mirada
al cuadro, que ahora mostraba la silueta de un joven.
Desde entonces, cada vez que hay luna llena,
me aseguro de dejar las cortinas abiertas para que su luz le dé vida al cuadro
con la silueta de mi añorado amigo. Porque no puedo imaginarlo con otro
sentimiento que no sea el de dicha y satisfacción, dentro de ese cuadro que no
es otra cosa sino un sendero de proporciones majestuosas, con caminos de mármol
pulido, rodeado de extrañas, pero preciosas flores cuyo aroma debe ser un
espectáculo exquisito para los sentidos. Rodeando el camino se alza un
gigantesco muro de ladrillo blanco, del cual cuelgan enredaderas con rosas
cuyas espinas son de oro puro. A lo lejos se aprecia una ciudad dorada, de
muros blancos y colinas suaves, donde cae un sinfín de flora maravillosa de
increíble rareza y magnificencia. Aromas que serán usados como los más finos y
exquisitos perfumes por todos los nobles que residan en aquella ciudad
magnífica. Una ciudad que reposa sobre una colina que, junto con los pequeños
destellos de lo que parecen luciérnagas, se unifica majestosamente con el cielo
estrellado y abundante, pintado en aquel singular cuadro que se ha convertido,
desde entonces, en el hogar del joven Liechtenstein.
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