Aquel hombre bajo la luz

junio 15, 2021



    Recuerdo con detalle aquella noche. El clima era frío, y una espesa niebla cubría todo a mi alrededor, de tal manera que me resultaba imposible ver más allá de unos dos metros. Cómo terminé en ese lugar escapa a mi memoria. Lo último que recuerdo es haber salido de ese extravagante, descuidado y pecaminoso cabaret donde estaban mis excompañeros de universidad, celebrando la despedida de soltero de mi buen amigo Martín Gordillo. Uno de nuestros amigos en común había sugerido ese apestoso lugar como recompensa por encubrirlo en una infidelidad. Ante las circunstancias y el terrible espectáculo que estábamos presenciando, decidí irme solo. Una decisión fatal, sin duda, ya que me encontraba a varias horas de casa y, estando borracho, no podía pensar con claridad. Aun así, opté por marcharme, aunque fuese a pie.
 
Recuerdo haber caminado durante varias horas por lo que creía que era la ruta de regreso al centro de la ciudad, donde había quedado con mi amigo. A medida que avanzaba, el camino se volvía cada vez más irreconocible y la vegetación más densa, hasta que me encontré en una carretera rodeada por un denso muro selvático. Mi única guía eran las tenues y parpadeantes luces de los viejos postes que bordeaban el camino. En cierto punto, decidí detenerme bajo la débil pero reconfortante luz de uno de esos postes. Nervioso, miré repetidamente hacia ambos lados de la carretera, con la esperanza de que algún vehículo apareciera para recogerme o, al menos, indicarme dónde me encontraba.
 
Sin embargo, fue al detenerme a respirar profundamente para recobrar la calma, cuando el efecto del alcohol empezó a desvanecerse, que pude notar la figura de un hombre al otro lado de la carretera. Aquel individuo no parecía ser mucho más alto que yo, tal vez por unos pocos centímetros, pero la irregular y mortecina luz del poste que lo iluminaba no me permitía distinguir rasgos que me ayudaran a adivinar su edad. A pesar de estar desesperado por ayuda, todos mis instintos me advirtieron, casi a gritos, que no debía acercarme a él. La situación se tornó tensa e incómoda. Mientras miraba a los lados buscando algún vehículo, no podía dejar de observar de reojo al hombre, quien permanecía inmóvil bajo la luz desgastada del poste.
 
Pronto me di cuenta de que él también me observaba. No recordaba haberlo visto girar la cabeza ni un solo milímetro. Para disimular, le hice un gesto burlón levantando un poco el brazo y abriendo ligeramente la mano, pero él no reaccionó. Tras este bochornoso momento, decidí mirarlo con mayor detenimiento. Antes de que pudiera distinguir algo, sentí una presencia escalofriante detrás de mí. Giré rápidamente, pero no había nadie, solo el espeso muro selvático. Al volver la vista al frente, el hombre seguía exactamente igual, lo que me hizo sentir aún más inquieto.
 
Un poco más nervioso y molesto, volví a fijar mi atención en él, intentando recordar su rostro, por si algo llegaba a suceder. Fue entonces cuando me invadió el horror absoluto. Aquel hombre no solo no había desviado la mirada en ningún momento, sino que además carecía de párpados. Sus ojos, dos esferas pálidas y brillantes, parecían crecer más y más, al punto de que casi sobresalían de sus cuencas. En ese instante, quedé completamente paralizado por el miedo. Mi corazón latía con tanta fuerza que creí que sufriría un ataque en ese mismo lugar.
 
No sabría decir si lo que sucedió a continuación fue producto de mi mente, distorsionada por el pavor, o si, de hecho, ocurrió en la realidad. En algún momento de esa aterradora experiencia, el hombre, sin moverse ni un centímetro, parecía acercarse más y más, como si el espacio entre nosotros se redujera a una velocidad imposible. Incapaz de moverme, sentía la necesidad de gritar, pero no pude. Cuando lo tuve frente a mí, tan cerca que podía ver en detalle su rostro frío, pálido, cubierto de venas y llagas que exudaban un líquido parecido a pus, el horror fue tan insoportable que llegué a mojar mis pantalones.
 
El ente comenzó a abrir su boca lentamente, de forma forzada, como si intentara articular palabras. Sin embargo, el nauseabundo olor que emanaba me impidió prestarle atención. Desesperado, luché con todas mis fuerzas para salir de esa parálisis y huir. Finalmente, recobré el control de mi cuerpo y corrí tan rápido como pude, sin atreverme a mirar atrás. Corrí torpemente por la carretera, respirando con dificultad, mientras las lágrimas brotaban de mis ojos. Solo podía rezar para que esa cosa no me estuviera siguiendo.
 
Fue entonces, cuando giré la cabeza para mirar atrás, que escuché el claxon de un vehículo. Antes de que pudiera volver la vista al frente, las luces del auto ya estaban sobre mí. Lo último que recuerdo fue un estruendo y la oscuridad total.
 
Desperté en este cuarto de hospital, con la noticia de que un anciano me había atropellado cerca de las dos de la madrugada, en una carretera cuyo nombre nunca había escuchado. Tras largas horas de cirugía para reconstruir mi pierna, al recobrar la consciencia, uno de los paramédicos, el más joven, me contó que, durante el trayecto al hospital, no dejaba de repetir la misma frase: “Él está detrás de mí, ¿verdad?”. En algún momento, uno de ellos respondió que no había nadie a mis espaldas. Después de un breve silencio, volví a girarme y susurré: “¿Y cómo sabes que no nos está siguiendo?”. El ambiente se volvió tenso y frío. Para mi horror, el conductor de la ambulancia señaló a un individuo que vio por la carretera, saludando burlonamente, levantando un poco el brazo con la palma ligeramente abierta.


- José Joaquín Díaz. 














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2 comentarios

  1. Atractiva e interesante la historia, para tener un final, me atrevo a decir un tanto cómico. Le doy un 10/10 muy interesante

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