El
sastre confeccionó un manto con profundo significado, la tela que utilizó fue
confeccionada con seda hecha a partir de sus propias lágrimas, la pieza optó
una figura afligida y usándola como escultura esculpió en ella una oda a su
desolación, de mármol eran sus sentimientos y sus manos el cincel que
necesitaba para darle forma a su incomprendida expresión, día y noche trabajó sin
descanso, punzante y atrevido profanó su creación, destruyó su belleza y
delicadeza hasta dejar una silueta mancillada que, desesperada, buscaba como ocultar
sus cicatrices e imperfecciones.
Una
obra incomprendida, cuyo creador la maltrató y lastimó para que así, esta
pudiera manifestar y expresar el dolor que él no podía. Sin remordimiento la
atacó, cortó y golpeó, pues persistente era su convicción a la idea de que solo
la experiencia y sensación le harían tornar a ese pigmento tan anhelado, que no
era otro sino al producido por un hematoma.
Bebió
de su sangre, también se lavó el rostro en ella, jamás manifestó el más mínimo
recelo ante sus acciones —su convicción era más fuerte— y decidido a culminar
con la obra de su vida no mostró misericordia o piedad al injuriar la que sería
su última creación: afligida y dolida la efigie poco a poco empezó a adquirir
el tono y color que su maestro tanto deseaba, ¿pero a qué coste?
Los
filamentos de lo que alguna vez fue una fina seda ahora eran rasgaduras
asimétricas sin propósito más que evidenciar a modo de cicatrices el desprecio
recibido, la firmeza y solidez de su silueta ahora estaba magullada y
agrietada. Finalmente, su figura sucumbió y desistió colapsando hacía lo más
profundo de la devastación.
La
obra estaba terminada, pero aún faltaba algo, sin estabilidad esta no se
mantendría firme ante los ojos de nadie, necesitaba de un soporte. Su creador,
siendo plenamente consciente de ello, decidió culminar con el trabajo más
importante de su vida con un último acto insensato.
Tomó
del suelo pues, los restos demacrados de su creación y se sirvió de ellos como
vestidura, adquiriendo una pose firme y rígida hizo un último esfuerzo por representar
y expresar la depresión, dolor y desolación que afligían su corazón. Es
entonces que, el artista y la obra son uno y en una desoladora escena éste
proclama con su último aliento: “—Heme aquí realizado, pues me he servido,
vívido y muerto de mi arte.”
Se
dice que incluso a día de hoy es posible encontrar al desolado artista, que
ahora sirve a modo de estatua en medio de una pequeña isla al interior de una
caverna, donde es iluminado gracias a un tragaluz natural que permite el
paso de la luz solar y lunar, y, a pesar de los años, jamás ha perdido ni
perderá ese tono tan particular que recuerda al de un hematoma. Su obra se
llama, “La herida.”