Si mis flores pudieran hablar, te susurrarían mis cuentos; yacen en sus pétalos trovas proscritas, ocultas con recelo hacia sueños que he rechazado, pues ni siendo perfectos son suficiente. Háblame en suspiros una vez más, anhelo volver a derramar mi sangre convertida en tinta sobre tus labios, y volver eternos mis besos marchitos sobre tus tiernas mejillas.
Y es que, de entre todas las cosas que quedaron por decir, siempre desearé conocer el mundo a través de tus ojos. De poder elegir, ¿qué color escogerías para las rosas? ¿Cómo pintarías el mundo? ¿A qué olerían los girasoles? ¿A qué sabrían los postres, y tu piel? ¿Finalmente darías un paso adelante y perderías el miedo de bailar conmigo por primera y última vez?
Y es que, si mis flores pudieran hablar, te rogarían que las reconozcas —de entre las musas y placeres— como las únicas con la voluntad de prevalecer. Si llorando te buscan, humildes, entre la multitud dentro de conventos de oro y plata, donde frecuentan tentadores tus deseos, olvidándome y privándome de tu luz. Sin escogerme, sin elegirme, y yo aún injertando mi alma en la tuya para demostrarte que también puedo iluminar tu vida.
Si los hombres viven de amor, entonces los monstruos morimos por él. Apasionado es el corazón rosáceo, de tonos perdidos, que busca ser amado por lo que es y jamás por lo que fue o podría ser… si de haber, existe alguien que también bese con ternura un semblante vulnerable, frágil, marchito y lastimado. Si de haber, que llegue quien pueda contemplar mis llagas y pueda amarlas.
¿No es más honesto el amor de un adefesio, que, privado de belleza, solo le queda su preciosa alma? Que, aun repudiando sus mejillas, sabe que estas también merecen ser besadas con la misma ternura que él describe en sus poemas. Alguien que conoce la esencia del alma y cuán sublime es el aura de los corazones que, aun lastimados, todavía son dorados.
Si del oro van a hablarme, tráiganme mis flores, y que ellas les susurren cómo lo más puro es también lo más delicado; cómo incluso a las voluntades más fuertes las abandonan y dejan marchitarse. Que nos regalen la oportunidad de pintar el mundo; de mostrar a qué huelen los girasoles, a qué saben los postres y mi piel, de qué color pueden ser las flores. Y, sin rogarlo, que alguien pueda contemplar eso y no poder expresar más que un sincero y real: “te amo”.